Nunca se llega a saber el nombre y apellido de la
protagonista– G.H. es una mujer independiente, que tiene como hobby la
escultura, y está bien relacionada en los círculos más influyentes de Río de
Janeiro. Un día, sola en su ático, encuentra de repente una cucaracha. Esto
provocará en ella arcadas de repulsión y un caudal de reflexiones íntimas,
algunas hasta entonces desconocidas para ella misma, sobre sus sentimientos,
miedos, angustias, dudas...
G. H. iniciará su viacrucis particular, constreñida entre
las paredes de su propio hogar, recorrerá su camino sagrado a lo largo de los
pasillos de su apartamento para llegar al único rincón que le es ajeno: la
habitación desnuda de la criada, al fondo de la casa. Y en ese cuarto
descubrirá, pintadas en el muro, las siluetas de un hombre, una mujer y un
perro. Pero también, en el armario de la criada encontrará una cucaracha, que
le traerá a la memoria su infancia mísera. “El recuerdo de mi pobreza de niña, con las
chinches, las goteras, cucarachas y ratones, era como de un pasado mío
histórico, yo había vivido ya con los primeros animales del planeta.”
Insistirá G. H. en observar a la cucaracha hasta afirmarse a
sí misma redimida por el líquido blanco que supura del caparazón roto. Porque
la cucaracha y G. H. pronto van a ser de la misma materia. De ahí que la unidad
de la narradora no se complete hasta haberse alimentado de la cucaracha como se
va a alimentar de las carnosidades de su vida reciente. La mirada de Lispector
sobre la cucaracha es, o dicho de otra forma, esa especie de metamorfosis tan ligada
a la de Kafka: tenaz, vomitiva y sobre
todo esa forma de desahogo sanador cuando el tiempo acaba. Lispector, a través
de su protagonista G. H., posa sus ojos sobre la desnudez y el asco y no se
detiene hasta salir purificada de la pesadilla de su pasado. La autora nos
había advertido al inicio del texto: “Este libro es como cualquier libro. Pero me
sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada.”
A lo cual cabe añadir que es un libro para unos pocos, para los que se atreven
a contemplar el abismo de un ser que se encierra en sí mismo para reconocer su
náusea y volver a recrear el ritual del renacimiento y la esperanza. Lispector
convierte en aliento poético y visionario el proceso de narrar la “experiencia
interior” y se deja dominar, al tiempo que nos domina, por el vértigo de la
nada y por el destilar de lo vivido. Y esa supuración de lo vivido, tal como le
acontece a G. H., impide la vida y paraliza la acción como el líquido
blanquecino de una cucaracha maltrecha nos horrorizan, a menos que la cucaracha
y el espanto puedan alojarse en algún lugar de nosotros.
Clarice
Lispector se relaciona más que nunca con el exilio radical que la acompañó a lo
largo de su obra, La pasión según G. H. Hija de unos humildes judíos rusos
afincados en Recife, cabría ver en su escritura ese estado de “malestar” judío
que se resume en las palabras de Clara Malraux: “Ser judío quiere decir que
nada nos es dado”. El propio nomadismo y desclasamiento de Lispector (se casó
con un diplomático pero siempre escribió desde una desubicación esencial) es el
rumor de fondo que discurre bajo el discurso de la escritora G. H., a la
búsqueda de una identidad: “Lo indecible me será dado solamente a
través del lenguaje”. La escultora y mujer de mundo G. H., ahora
recluida en su apartamento, se habla a sí misma, mientras aprende a redesignar
el mundo, y se dirige a un lector imaginario y por fin a su Dios desde el
cuarto vacío de la criada. El desdoblamiento de la narradora y su búsqueda de
sentido mediante el acto del habla, constituyen el único territorio seguro
frente al desmoronamiento de lo real.
Li.Lo.
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